“Mi muerte nació cuando yo nací.
Se despertó, balbuceó, creció conmigo...
Y bailamos alrededor en la amistosa luz de la luna
En la pequeña calle donde yo vivía.”
(Mario Quintana)
La certeza sobre la inevitabilidad de la muerte y la transitoriedad de la vida ha tenido impactos profundos en la cultura cristiana. Sabemos que la visión doctrinal y figurativa sobre la muerte ha cambiado a lo largo de los siglos; poco a poco, los muertos se transformaron en espejos tanto de moralidad como de conducta para los vivos.
En la Europa bajomedieval, un conjunto de causas de orden religioso, político y sanitario fomentaron la preocupación con el fin de la vida terrenal, ya que la comunidad cristiana creía que el momento de la muerte era la verdadera clave para sellar el destino de la morada eterna del alma. Por eso, era necesario prepararse adecuadamente para un momento tan crucial, ya que estar preparado para la hora de la muerte significaba esencialmente la posibilidad de alcanzar la salvación eterna.
De hecho, el tema de la muerte estuvo presente en gran parte de los textos y de las imágenes que circularon durante la Baja Edad Media, ya que el cristiano debía considerarse como un huésped y como un peregrino en este mundo, preparándose constantemente para el final de su vida terrenal. Entre los cambios ocurridos en la sociedad en el contexto religioso, podemos destacar: el nacimiento del Purgatorio, el cambio en la naturaleza del pecado, el refuerzo de la clericalización de la muerte, el énfasis en el juicio individual, las medidas del IV Concilio de Letrán con la institución de los sacramentos, y la definición de la triada esencial para el bien morir (la confesión, la comunión y la extremaunción).
En el ámbito político, las guerras por sucesión y territorio, y en el sanitario, los brotes de Peste Bubónica que mataron a casi dos tercios de la población europea. En estos casos, las muertes prematuras y violentas ocurrieron casi siempre sin la debida preparación y sin tiempo para la ejecución de los ritos cristianos recomendables, lo que significaba la perdición eterna del alma. En efecto, la pedagogía del bien morir también enfatizaba que no todos podrían ser salvos, ya que muchos no respetaban las normas sociales, es decir, todos aquellos que de alguna manera se oponían a la ortodoxia cristiana. Es importante resaltar que el tipo de muerte influía tanto en el destino del alma en el más allá como en el cuerpo, en el tratamiento del cadáver, el velorio y el entierro.
Fue en este contexto de profundos cambios en la religiosidad cristiana y en la sociedad medieval cuando los cristianos fueron estimulados a adquirir libros con el objetivo de prepararlos para los últimos minutos de la vida y, al mismo tiempo, servir como un memento mori: un recordatorio incisivo y elocuente del momento de la muerte. Estos manuales, particularmente populares desde la segunda mitad del siglo XV hasta finales del siglo XVIII, corresponden al género literario conocido como el Ars Moriendi (el Arte de Bien Morir). Estos manuales indicaban cómo los cristianos debían comportarse y cómo responder a los temores más comunes: tener una fe insuficiente, perder las posesiones mundanas o no poder soportar el dolor y el sufrimiento. Así, se intentaba aproximar la doctrina al cotidiano.
Las artes de bien morir son fuentes históricas importantes tanto sobre el proceso de clericalización de la muerte como del proceso de interiorización de la búsqueda individual por la salvación y la conciencia individual sobre las consecuencias de los pecados, lo que permitió el lento proceso de maduración del individuo (dueño de una identidad psicológica y social singular) y del sujeto (poseedor de una autoconciencia y de todas las implicaciones sociales, culturales y psicológicas de sus opciones y de su vida) desde el siglo XII, de acuerdo con Franco (2022, p. 9).
No debemos interpretar los manuales de bien morir como espejos de la sociedad, sino como libros sintetizadores de un discurso, un método y una pedagogía específicos provenientes de la Iglesia, dirigidos en teoría a todos los cristianos de la Baja Edad Media. Lo interesante es percibir cuáles fueron los mecanismos utilizados en el intento de controlar la muerte, es decir, cuáles fueron los discursos, los ritos, las imágenes, las prácticas y las creencias asociadas al bien morir, ya que la transformación religiosa se despertaba mediante un mecanismo comunicativo. Asimismo, es posible notar la preocupación con las sensibilidades individuales y con los pecados específicos de cada grupo social o profesional, es decir, sus riesgos morales más característicos.
El gran éxito de difusión del género del Ars Moriendi solo fue posible gracias a la difusión de los libros impresos y de los grabados presentes en ellos, como veremos en los capítulos subsecuentes. Una prueba de la amplia circulación de este género literario es que en el siglo XV existieron tres formatos distintos para su elaboración: las versiones manuscritas, xilográficas y tipográficas. Según una encuesta realizada en la década de 1940, existían aproximadamente 315 copias manuscritas de la versión larga. De este total, 228 libros se encuentran en bibliotecas de Alemania, Austria, Holanda y Suiza (García, 2011). Estos manuales fueron escritos primero en latín y luego traducidos a varias lenguas vernáculas, con el objetivo de ampliar el número de lectores y la profusión del mensaje didáctico-moralizador.
Roger Chartier estipula que las ediciones del Ars Moriendi constituyen entre el 3 y el 4% de los incunables religiosos. De las 77 ediciones de incunables conocidas, según el Gesamtkatalog der Wiegendrucke, 51 son de la versión larga y 26 de la versión corta. La circulación del texto en su versión corta fue mayoritariamente en lengua vernácula (42 ediciones frente a 35 en latín), la gran mayoría de ellas en alemán o francés. La fuente privilegiada de nuestra investigación es un libro de gran calidad que es uno de los testimonios del inicio del arte de la tipografía en la Península Ibérica: el incunable impreso por el germánico Pablo Hurus hacia 1480 en Zaragoza, titulado Arte de Bien Morir y Breve Confesionario (Anónimo, 1480). Para la escritura de este libro se consultó y analizó tanto el códice original, actualmente en la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, España, como la edición facsímil con estudio introductorio y transcripción realizada por Gago (1999).
La fuente principal de nuestra investigación es un libro de gran calidad, uno de los testimonios del inicio de la tipografía en la Península Ibérica: el incunable impreso por el germano Pablo Hurus hacia 1480 en Zaragoza, titulado Arte de Bien Morir y Breve Confesionario (Anónimo, 1480). Para la redacción de este libro se consultó y analizó tanto el códice original, que actualmente se encuentra en la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en España, como la edición facsímil con estudio introductorio y transcripción realizada por Gago (1999).
En este libro, concordamos con la visión de Jérôme Baschet sobre el sentido y el objetivo del estudio iconográfico, que es comprender la realización plástica del significado de la imagen. Según las palabras del medievalista:
Se puede adelantar que la iconografía tiene por objeto propio la realización plástica del sentido, o más bien su realización dinámica, con todo lo que puede sugerir esta expresión (…) Muy lejos de limitarse al reconocimiento del ‘tema’ de la imagen, la iconografía integra las interacciones entre sentidos y formas; toma en cuenta, finalmente, la obra en su totalidad al tiempo que orienta su perspectiva metodológica sobre los aspectos temáticos (Baschet, 1999, p. 70).
El medievalista advierte que no tiene sentido hacer una distinción entre la iconografía y la iconología, como fue defendido por Erwin Panofsky, ya que no existe razón para admitir una dualidad entre el tema y el objeto. Sería más provechoso pensar en el significado de la imagen desde una óptica amplia, capaz de integrar tanto los aspectos temáticos como las intervenciones dinámicas del espectador. En palabras del autor:
[...] lo iconográfico no tiene pertinencia si no articula el enfoque temático y todos los aspectos que concurren a inscribir la obra en su entorno (encargo, prácticas, funciones, efectos, recepción). Es al precio de estos ensanchamientos de perspectivas como se puede dar cuenta del aspecto iconográfico, que es una de las dimensiones esenciales de las artes visuales de la Edad Media y así asociarla a la comprensión histórica de las sociedades de ese tiempo (Baschet, 1999, p. 70).
Fue necesario realizar un estudio en profundidad de los once grabados de la versión castellana del Ars Moriendi, ya que, en general, las bibliografías que estudiaron los diferentes ejemplos de los manuales de la buena muerte no pretendían resaltar la importancia central de las imágenes para el éxito de este género literario en las sociedades cristianas. Además, propuse la identificación de varios personajes representados visualmente en las imágenes, los cuales, hasta ese momento, no habían sido mencionados por la bibliografía especializada.
Según Belting (2007, p. 9): “[...] sólo es posible indagar acerca de la imagen por caminos interdisciplinarios que no le temen a un horizonte intercultural”. En este sentido, también optamos por basar nuestra investigación en la riqueza metodológica proveniente de la Antropología Histórica, siguiendo ejemplos de medievalistas franceses de renombre como Marc Bloch, Jacques Le Goff, Georges Duby, Jean-Claude Schmitt y Jérôme Baschet, quienes en las últimas décadas han producido innumerables trabajos decisivos tanto de pionerismo como de renovación temática y metodológica de los estudios medievales.
Para muchos autores, como Evans Pritchard, la diferencia entre la Antropología y la Historia radica en la orientación y no en el objetivo, siendo ambas disciplinas indisociables (González, 2019, p. 33). De hecho, el tiempo de la experiencia antropológica pasó a ser una preocupación de primer orden, así como la propia historicidad del trabajo antropológico. En este sentido, el tiempo social pasó a ser un objeto de estudio mediante una explicación cultural que también podría incluir referencias míticas y religiosas, por ejemplo.
A partir de 1929, con la Escuela de los Annales, el diálogo entre la Antropología, la Historia del Arte y la Historia se estrechó y se reforzó. En 1974 se publicaron tres volúmenes de Faire de l’histoire, una publicación responsable de introducir “los nuevos problemas, los nuevos objetos y las nuevas aproximaciones”. A partir de este hito editorial, la aproximación entre la Historia, la Etnología y la Antropología Social o Cultural se amplió considerablemente. Además, los estudios pasaron de una “historia religiosa” a una “historia social de lo religioso”, lo que permitió destacar los papeles desempeñados por los laicos y, especialmente, por los más pobres, a través del análisis de prácticas de caridad, piedad colectiva, exempla y narraciones populares desde una mirada antropológica.
La Antropología Histórica se basó en la toma de conciencia de la relatividad de los sistemas de valores y de los modos de organización de las sociedades occidentales por parte de los historiadores, según Jean-Claude Schmitt. Así, la atención al habitus social es esencial para los historiadores interesados en comprender las dimensiones de los ritos eclesiásticos, la ejecución de gestos más o menos automáticos y la repetición de los medios mnemotécnicos en la práctica religiosa cristiana, así como la representación simbólica de las enfermedades, las catástrofes y la muerte.
Jean-Claude Schmitt también ha publicado una obra en la que destaca la importancia de estudiar los ritmos que ayudan a construir una sociedad, es decir, las modalidades de determinadas actividades que contribuyen a crear la estructura antropológica del ritmo, ya que el hombre sería un “animal rítmico”, según el término utilizado tanto por Émile Durkheim como por Marcel Mauss (Schmitt, 2016, p. 16). En el caso de la Edad Media, estamos hablando, esencialmente, de la fe, la poesía, la imagen y la escritura, pues el ritmo medieval tenía un concepto más holístico y estaba relacionado con “la Creación divina” y su armonía. En este sentido, el ritmo medieval articulaba los ritmos de la naturaleza y del cuerpo humano a través de los usos del tiempo (las campanas, las horas canónicas y el calendario litúrgico, lunar y solar), del espacio (las iglesias, los cementerios y los sitios sagrados) y del imaginario (el nacimiento, la vida, la muerte, el “Más Allá”, los viajes, la peregrinación, entre otros ejemplos). Así, el ritmo narrativo relacionado con la idea de la creación del mundo y del hombre también mantenía reminiscencias con el sentido y la función de las imágenes.
En síntesis, el aumento del campo de estudios y la diversidad de fuentes primarias fue significativo para la investigación histórica, incluyendo el enfoque en las imágenes materiales, que fueron consideradas como objetos de estudio legítimos y necesarios que debían ser analizados a partir de sus singularidades y no subordinados al documento textual. Según Hans Belting, el estudio de la imagen es un tema inherente a la Antropología, ya que percibimos el mundo a través de las imágenes. De ahí la necesidad de estudiar el tema desde una comprensión abierta e interdisciplinaria:
Una imagen es más que un producto de la percepción. Se manifiesta como resultado de una simbolización personal o colectiva. Todo lo que pasa por la mirada o frente al ojo interior puede entenderse, así como una imagen, o transformarse en una imagen. Debido a esto, si se considera seriamente el concepto de imagen, únicamente puede tratarse de un concepto antropológico. Vivimos con imágenes y entendemos el mundo en imágenes (Belting, 2007, p. 9).
Según Francastel (citado en Baschet, 1999, p. 52), la imaginería - así como las imágenes - tuvieron un papel central en la Edad Media: “La imaginería fue, en la Edad Media, la condición misma del orden social”. Baschet complementa diciendo que no es posible comprender el Occidente medieval sin estudiar la relación de los individuos con las imágenes: “[...] desde el momento en que las imágenes juegan un papel importante en las prácticas sociales y mentales del Occidente medieval, no puede haber comprensión global de una sociedad sin un análisis avanzado de sus experiencias de la imagen y del campo visual”.
Analizar las imágenes a partir de un punto de vista sociocultural implica pensar con la imagen y a partir de ella: de su materialidad, de su medio, de su espectador y de su lugar. De su capacidad de mover el espectador en diferentes tiempos y contextos. Aún sobre el tema del estudio de las imágenes por la Antropología Histórica, Hans Belting ha comentado que:
[...] una antropología histórica como una forma moderna de ciencia de la cultura, que busca su materia tanto en el pasado como en el presente de la propia cultura. Si esta disciplina investiga los medios y los símbolos que emplea la cultura en la producción de signos, entonces la imagen es, eventualmente, un tema para ella (Baschet, 1999, p. 30).
También cabe puntualizar que, con una documentación clerical, el historiador debe hacer un esfuerzo doble para aproximar estas fuentes a las sensibilidades de las personas de la época, independientemente de su condición social. Así, el esfuerzo de nuestra investigación interdisciplinaria fue reflexionar sobre los mecanismos utilizados por la Iglesia para conquistar a los fieles o “cautivar las almas”, para hacer referencia al título del nuevo libro escrito por Jean-Claude Schmitt, Leandro Alves Teodoro y Pablo Martín Prieto (2022).
A continuación, y atendiendo a la división temática del libro, el primer capítulo está dedicado a estudiar el concepto de la muerte y del morir desde una perspectiva antropológica e histórica. El objetivo es comprender cómo el fin de la vida terrenal puede explicarse a partir de las interacciones culturales entre los individuos y de la creación de un amplio y profundo sistema de creencias, valores, símbolos y prácticas.
El segundo capítulo está dedicado a estudiar las directrices espirituales recomendadas a los cristianos desde el IV Concilio de Letrán (1215), que cambió por completo la interacción entre clérigos y laicos, además de haber establecido profundas modificaciones en la vivencia de la fe cristiana en la Europa medieval. Además, se analiza cómo la pedagogía de la muerte fue modificada en este proceso y la necesidad de crear un tipo específico y muy particular de literatura instruccional que tenía como objetivo preparar, inicialmente, a los clérigos para el ejercicio espiritual de consolar a los moribundos, lo que más tarde se extendió a toda la comunidad cristiana. En este contexto, se analiza el germen del Ars Moriendi.
En el tercer capítulo describimos el surgimiento y desarrollo del género literario del Ars Moriendi y su importancia decisiva para el éxito de la pedagogía de la buena muerte en los reinos cristianos europeos de la Baja Edad Media. Además, presentamos las principales características de la obra, es decir, la discusión sobre su autoría, contenido, estructura narrativa y temática, aspectos de su materialidad y su público destinatario preferente.
El cuarto capítulo está dedicado a contextualizar el ambiente histórico, social, político y cultural humanista de producción y recepción de los incunables del Arte de Bien Morir, impresos en Zaragoza a finales del siglo XV. La intención es mostrar la importancia decisiva del advenimiento de la imprenta y de los incunables, lo que resultó en una revolución tanto gráfica como cultural y devocional. También se abordan temas como la cultura letrada y vernácula entre el reino de Aragón y el mundo mediterráneo, destacando el taller de los hermanos Hurus.
El quinto capítulo presenta un análisis comparado e iconográfico de los once grabados presentes en el incunable del Arte de Bien Morir, impreso en 1480 por Pablo Hurus. En este capítulo, cada imagen fue analizada de manera detallada y desglosada a partir de una serie de indagaciones necesarias para intentar decodificar su lógica narrativa, estética y devocional en la cultura cristiana medieval. Al mismo tiempo, cada grabado fue situado en su contexto histórico de producción, en diálogo con otras imágenes materiales —y quizás mentales— comunes en esa época.
El sexto y último capítulo presenta, en primer lugar, un balance historiográfico sobre el complejo concepto de la imagen cristiana y medieval, en contraposición a la idea de Arte (con mayúscula). Asimismo, en este capítulo final se analizan las funciones y el poder de recepción de los grabados del Arte de Bien Morir y se reflexiona sobre cómo las representaciones pictóricas ayudaban a los cristianos a experimentar lo sagrado.
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