Como se viene intentando demostrar a lo largo del libro, creemos verdaderamente necesario incluir de forma explícita la voz de la mujer en la construcción del conocimiento, en general, y del filosófico-teológico, en particular. En concreto, consideramos fundamental para ampliar nuestro saber sobre la religión y su práctica concreta analizar textos de mujeres expertas en dicha visión religiosa en un doble sentido, por un lado, porque viven en una sociedad más teocéntrica que la nuestra, por tanto, tienen más conocimientos que nosotros sobre cómo incorporar la religión a la vida cotidiana; por otro lado, porque quizá este filtro sociocultural les permite acceder al Absoluto en mayor medida que a otras personas de otras sociedades, lo que a su vez supone la posibilidad de enriquecer, a través de sus textos, distintas disciplinas preocupadas por la religión.
En otras palabras, dadas nuestras iniciales intenciones epistemológicas y, por tanto, filosóficas (aunque por cuestiones metodológicas centradas en un contexto y en una religión específicos), el marco en el que se encuadra la generalidad de esta investigación aspira a ofrecer la palabra femenina como objeto de estudio en el futuro, para quienes estén interesados en profundizar en el conocimiento de la experiencia religiosa del homo sapiens, en general, y de la fémina sapiens, en particular. La razón fundamental para operar así, como se ha señalado en repetidas ocasiones a lo largo de la obra, se encuentra en la constante invisibilización a que se ha sometido a la mujer a lo largo de la historia.
En el caso de la mujer religiosa, dicha invisibilización ha sido, además, doble. Como perteneciente a la Iglesia Católica, no se la ha tenido en cuenta lo suficiente fuera de ella, pues representa, a ojos laicos, un poder eclesiástico que realmente solo tiene en parte, con todo lo que ello implica para determinadas facciones políticas claramente anticlericales. Recuérdense, en este punto, todas aquellas mujeres religiosas que, especial, aunque no exclusivamente, durante el siglo XIX, renuncian a vestir los hábitos o fundan nuevas congregaciones, órdenes o cofradías para ayudar a las clases más desfavorecidas, pues son perfectamente conscientes de la poderosa carga simbólica que implican unas vestiduras que alejan de ellas al proletariado que más las necesita. Dolores Rodríguez Sopeña es tan solo uno de los múltiples ejemplos que podrían traerse a colación.
Por otra parte, como perteneciente al género femenino, dentro de la misma institución eclesiástica la mujer no tiene derecho a acceder a la arena política en la que se toman las decisiones que marcan los rumbos conductuales de los hombres de fe, entre los que, curiosamente, sí se encuentran ellas. La voz que se lee entre líneas en sus escritos, sin embargo, demuestra con creces que están tan capacitadas como los varones para dar clases de teología, debatir sobre dogmas de fe, aconsejar a los fieles y guiar a los hijos pródigos en los caminos inescrutables de lo Incognoscible.
Esta posibilidad rompe, entonces, la posible exculpación de la exclusión epistemológica de la mujer: hay trabajos sobre los discursos femeninos centrados en la religión (sea cristiana o no) y este, en concreto, pretende ser uno de ellos (con todas sus limitaciones). Las excusas para seguir excluyendo la forma femenina de comprender la experiencia mística dentro del contexto sociohistórico en que se mueven estas mujeres deben eliminarse. No hacerlo implica, entonces, admitir un error que, en el fondo, no se quiere enmendar, lo que aleja toda explicación de la posibilidad y pasa a formar parte de la simple voluntad. De aquí se deducen nuestras iniciales intenciones ético-políticas, en tanto es de justicia visibilizar a las mujeres dentro de la historia de la teología y la filosofía de las que han sido constantemente apartadas. No hacerlo, como se viene diciendo, implica dos hechos. Por un lado, supone correr el riesgo de estar perdiendo profundos conocimientos para las disciplinas que nos ocupan, con todo el problema epistemológico que ello conlleva de acceso a la verdad de la fe (desde la teología), del Absoluto (desde la filosofía) y de la perspectiva experiencial que marca la religión vivida (desde la fenomenología) y, además, estar clausurando auténticas minas de datos plagadas de tesoros informativos extraordinamente útiles para la misma configuración actual de las ciencias de las religiones. Por otro lado, conlleva mantener el statu quo de una injusticia histórica que, sabiendo que ya no se puede remediar por formar parte del pasado, tampoco se remedia en el presente, simplemente, porque no se desea.
Y todo ello, claro está, con claras repercusiones para la propia antropología filosófica, puesto que, si no se incluye a la mujer como constructora de conocimiento, carece entonces de sentido seguir defendiendo que la mujer es tan humana como el hombre. En otras palabras, no es coherente aludir a una antropología inclusiva que lo sea solo desde una perspectiva teórica que abarque a la fémina como objeto de estudio, pero, luego, en la práctica científica, se la excluya por no considerarla apta para construir dicho conocimiento como sujeto cognoscente. El principal problema, aparte de los ya esbozados, no solo se encuentra en las escritoras en acto, verdaderas artífices de genialidades gnoseológicas que están aún por explorar, sino también por las lectoras en potencia, que se están dejando al margen de una posible comprensión de algo tan esencialmente humano como la religión.
En efecto, si partimos de la base de que la religión es la esencia de la persona y esta, a su vez, se construye socioculturalmente en un contexto al que se ancla la experiencia vivida en los cuerpos que se hace posteriormente experiencia narrada, ofrecer una única manera de sentir la religión, esto es, la masculina, es cerrar las puertas a las personas que no se identifiquen con ella por razón de su género, lo que a su vez puede estar fomentando una huida de la religión de aquellas féminas que no se consideran suficientemente fuertes como para atreverse a reinterpretar el discurso religioso en unos términos diferentes a aquellos que se les ha marcado. Resulta absolutamente injusto, entonces, delimitar el espacio simbólico crucial para la identidad que supone la religión a tan solo unos pocos privilegiados que la viven de una manera socioculturalmente contextualizada y que, sin embargo, predican su supuesta esencia universal a los cuatro vientos, sin tener en cuenta las peculiaridades específicas de quienes no pueden acceder al mismo punto de vista al que ellos han accedido por un accidente histórico, pero sí pueden arrojar luz sobre ese misma esencia desde otras enriquecedoras perspectivas. En otras palabras, sin el contexto de descubrimiento que otorga la mística, entendida aquí como esencialmente femenina, al mismo hecho religioso, carece de sentido todo contexto de fundamentación que pueda provenir bien de la teología, bien de la filosofía, entendidas entonces como esencialmente masculinas: la teoría, pues, del mismo conocimiento no se puede construir sin su vivencia práctica.
Dentro de este contexto es, pues, donde debemos entender la esencia del trabajo. El principal objetivo, exponer e interpretar los principales rasgos de la experiencia religiosa femenina para seguir profundizando en la esencia del ser humano en tanto homo religiosus, equivale, en la práctica, a dar voz a la fémina de una manera que pocos le han dado, contribuyendo con ello a interpretar sus textos de una forma escasamente vista anteriormente, lo que implica, como se ha dejado entrever, ofrecer un corpus interpretado del núcleo del cristianismo pasado por el filtro de la experiencia religiosa femenina, porque ellas no podían acceder a él de otra forma.
Al aportar datos interpretados desde el hic-et-nunc de la hermeneuta sobre el fenómeno místico en toda su estructura, si bien se ha hecho desde el marco sociohistórico del cristianismo, se ha intentado superar la mera descripción para tratar de entender, mediante la interpretación contextualizada, las interrelaciones entre las experiencias místicas y los sistemas teológico-filosóficos que las mismas mujeres construyen dentro de la geografía simbólica constituida {por/para/en} su contexto sociocultural de valores religiosos.
Dado que siempre nos hemos movido entre la inquietud epistemológica que implica la exclusión de la voz femenina en la construcción de la práctica religiosa y la razón ética-política que justifica con creces su inclusión en la práctica científica, hemos tratado de mantener la necesaria suspensión del juicio o epojé, para dar cuidadosa cuenta de qué elementos pertenecen al cuerpo subjetivo o intencionalidad propia de la agente y cuáles pertenecen al cuerpo objetivo o realidad externa en el proceso de filtrado de la red de significaciones construidas por ellas mismas. Esto se traduce, a nuestro juicio, en un constante establecimiento de interrelaciones entre los contenidos de los discursos analizados, pertenecientes a lo primero, y sus diferentes funciones mediadoras en tanto productos escriturarios, pertenecientes a lo segundo.
Y de todo este proceder hermenéutico se extraen diversas conclusiones de importantes implicaciones epistemológicas, éticas-políticas y antropológicas. Entre las primeras, cabe señalar el atrevimiento con el que algunas de las mujeres estudiadas definen el Absoluto, rompiendo implícitamente así con una teología negativa que, tal vez siempre presente por cuestiones ligadas bien a la tradición artístico-literaria de los discursos por ellas empleados, bien a la conciencia femenina del lugar que ocupan en el mundo, prima a lo largo de toda la historia de la filosofía de la religión. Lo inefable ya no es algo etéreo y abstracto, es algo concreto que ellas viven en sus carnes y que, por ello, pueden definir con mayor o menor dificultad, aunque nieguen siempre la facilidad de tal magna tarea. El Incognoscible se encuentra en su interior y les da las claves para comprender el funcionamiento del mundo y la manera en que todos los seres humanos estamos interconectados en él. El descubrimiento del yo interior, a modo de una anagnórisis propia, supone actualizar la teoría agustiniana de la iluminación mediante un juego especular en el que la humana se mira temblorosa en el Máximo Bien mientras este, a la vez, la contempla a ella y la anima a confiar en su divina voluntad.
Igualmente, las implicaciones políticas que pueden tener estas visiones del mundo suponen reivindicar, en numerosas ocasiones, un papel femenino que les permite sentirse a gusto imitando a Jesús y no (solo) a María de Nazaret. Defender que las mujeres pueden seguir al nombre propio del cristianismo viene a simbolizar, políticamente, que cualquier mujer puede acceder a un rol de sacerdote que actualmente no tiene dentro de la Iglesia Católica, con marcadas excepciones a lo largo de la historia como las de la santa Juana. El rito de paso que supone la vida consagrada es el único de los siete sacramentos que realmente deja entrever la extraordinaria desigualdad de género con una importante consecuencia ético-política dentro del mismo seno de una iglesia cuya verdadera cabeza defiende un mensaje de amor universalmente aplicable a todo ser humano, especialmente a aquel que tiene fe en él.
Por este mismo motivo, resulta también altamente relevante la aportación que ellas hacen al concepto de ser humano, pues realmente lo están sumiendo bajo una perspectiva inclusiva que comprende tanto a hombres como a mujeres. Incluso aquellas personas que no tienen fe porque actúan contra la voluntad divina y causan, intencionalmente, el mal, tienen derecho a ser perdonadas, no solo por la extrema bondad del Absoluto que sale a traslucir en sus textos, sino también por el mismo sacrificio que ellas están dispuestas a hacer en su nombre. Ellas se muestran en sus discursos, por así decirlo, representantes a quienes los pecadores pueden cargar con sus males en sus nombres, con el objetivo último de solicitar la redención al Supremo Bien. Por este motivo, la antropología filosófica que ellas implícitamente defienden se hace quizá más importante que cualquier otra rama de la filosofía (especialmente la política), ya que en ella se están reconociendo los derechos humanos de absolutamente todas las personas, como en su momento defendió la presenciación del cristianismo. La relevancia de esta asunción ya queda dicha: si no se trabaja por una antropología inclusiva, se corre el riesgo de excluir de la actividad política a quien no se considera humano o a quien, consideránolo humano, se lo tiene por ontológicamente inferior.
En síntesis, nadie está libre de la sociedad en que vive, a la que de una forma u otra se encuentra siempre atado. Igual que la moral subyacente a la religión puede oprimir y reprimir a los más débiles, también puede servir como conjunto de directrices que imitar si se busca con ella mantener el mensaje de aplicación universal que sostiene el cristianismo. De este modo, las ataduras morales que implican ciertos mensajes teológicos pueden convertirse en unos atractivos lazos o en unas coercitivas cadenas dependiendo de la aplicación que se haga de dicha ética cristiana o, en otras palabras, de la manera en que cada persona lleve la interrelación entre su yo y la presión sociocultural a la que puede verse sometido. Lo importante es, en fin, seguir configurando el zoon politikon desde una epistemología que reconozca la experiencia mística femenina como una experiencia religiosa específicamente válida, incluso modélica, para dar voz a todas aquellas mujeres que, dentro de sus respectivos contextos socioculturales, precisan de la fe cristiana para convertir sus cadenas en lazos.