El lenguaje religioso es la forma en que se articula la experiencia religiosa cuyo contenido tiene un significado específico para la comunidad dentro de la cual se genera. Para alcanzar la verdad de este contenido, en términos referenciales, se precisa generalmente un intermediario literario, que actúa como detonante para que se produzca la epojé necesaria que permita acceder a la comprensión del husserliano Lebenswelt o del heideggeriano In-der-Welt-Sein que, en su aplicación al texto, pasa a configurar el mundo del discurso (Pikaza, 1999; Ricoeur, 2008), el “imaginario” colectivo de las autoras del texto (Alabrús Iglesias, 2019) o el universo discursivo, que se puede definir, entonces, como “el sistema universal de significaciones al que pertenece un discurso1 (o un enunciado) y que determina su validez y su sentido. La literatura, la mitología, las ciencias, la matemática, el universo empírico, en cuanto ‘temas’ o ‘mundos de referencia’ del hablar, constituyen ‘universos del discurso’” (Coseriu, 2007, p. 136, n. 112). En esta misma cita, como se ve, se incluyen dos ejemplos textuales como son el literario y el mitológico que permiten comprender la estrecha relación de la que pretendemos partir entre el lenguaje literario y el lenguaje religioso2, en tanto, en los términos fenomenológicos en que se mantiene la epojé y en los términos antropológicos en los que se lucha contra el natural etnocentrismo, no hay diferencia entre mitología y religión (Pikaza, 1999). Por otra parte, el lenguaje religioso toma forma en el discurso religioso, dado que se convierte en el uso individual de un lenguaje que resulta ser universal. De esta manera, la experiencia religiosa se expresa mediante un tipo de lenguaje literario como es el religioso y este, a su vez, se configura en discursos tangibles que son, por tanto, hermenéuticamente analizables, como deja entrever el experto Vega Cernuda (2020) al comparar cierto pasaje de los Diálogos de Catalina de Siena con los requiebros amorosos que Shakespeare pone en boca de Romeo y Julieta.
En términos coserianos (Coseriu, 2007), pues, la universalidad de la experiencia religiosa, entendida desde la fenomenología que aboga por el homo religiosus, equivale al nivel universal del lenguaje religioso, en tanto se halla en la propia experiencia del Absoluto y se da en todas las culturas del mundo (Martín Velasco, 2009). Dicha experiencia, al construir un lenguaje religioso específico, no puede hacerlo fuera de una lengua, esto es, el idioma de la experimentante-autora, igual que tampoco se puede llevar a cabo una religión en general fuera del ámbito de sus prácticas socioculturales específicas (Ricoeur, 1994). Ambas se anclan necesariamente a una comunidad de habla capaz de atribuir significado no solo a los contenidos de ese lenguaje, sino también y especialmente a la referencia a la que este, a su vez, alude, esto es, a la experiencia religiosa. Todo ello se configura, finalmente, en el nivel individual del habla, que es en el que se construye el discurso religioso per se, y en el que se encuentra también la intención estética de la obra literaria a la que pertenece el lenguaje religioso, por lo que, en el ámbito de las religiones, este nivel del lenguaje puede perfectamente equivaler a las mediaciones religiosas subjetivas.
Esto no implica, no obstante, que dicha intención estética se mantenga como la esencia del valor literario del discurso religioso, pues, en realidad, dicho valor solo cobra sentido en el juego de interpretaciones que se gesta a partir de su contenido dentro de los distintos lectores que acceden a él (Eco, 1990; Fernández Martín, 2021c). Esto significa, entonces, que el discurso literario y su subtipo, el religioso, es una forma de comunicación que se da en un contexto situacional concreto (Bohannan, 1966), definible como el conjunto de “creencias, proposiciones o representaciones compartidas por el hablante y el auditorio junto con las atribuidas por aquel a éste” (Bustos Guadaño, 2004, p. 99) que tenderán a seguir las convenciones establecidas socialmente, con especial atención a la cohesión y la coherencia (Tusón Valls y Calsamiglia Blancáfort, 1999) y a todo aquel conocimiento basado en la experiencia sociocultural previa (incluida la lengua) gracias a la cual los interlocutores han aprendido a interactuar significativamente (Pikaza, 1999; Duranti, 2000; Croft y Cruse, 2008). Esta premisa supone que tanto el contexto como el proceso de interpretación que llevan a cabo los interlocutores están constituidos por variables difícilmente abarcables desde una perspectiva analítica, no solo por la cantidad de elementos que pueden ser relevantes a priori, sino también porque se encuentran en constante construcción durante la interacción (Bohannan, 1966; Croft y Cruse, 2008; Van Dijk, 2011). Este modelo de la comunicación humana, que aquí denominamos pragmático (Escandell Vidal, 2005), no tiene nada que ver, por tanto, con el modelo clásico (que aquí entendemos como semántico) que la limita a un mero proceso de codificación-decodificación entre un emisor, un receptor, un mensaje, un canal y un código (Moreno Cabrera, 2013; Fernández Martín, 2022).
Sin embargo, el modelo clásico está lo suficientemente arraigado en la comprensión de la comunicación como para que constituya la base de varias de las dificultades con las que nos topamos a la hora de aplicar el modelo pragmático al texto escrito místico-literario. En efecto, los interlocutores no viven la situación comunicativa a tiempo real, dado que dichas situaciones se caracterizan por contar con productos textuales que gozan de los atributos propios del lenguaje escrito, entre los cuales cabe destacar el de la asincronía entre el momento de la redacción y el momento de la lectura (Tusón Valls y Calsamiglia Blancáfort, 1999; Ricoeur, 2002; Moreno Cabrera, 2005; Barthes, 2009). El constante dinamismo en el construir del significado que tiene lugar en una conversación oral (Van Dijk, 2008, 2011) funciona de una manera diferente en la interacción escrita, en la que es el lector real el que construye el significado desde su propio yo antropológico (abarcando sus características socioculturales de edad, sexo, clase, sociedad, lengua…), fusionándose con la interrelación entre el lector modelo que tenía en mente el autor al producir el texto, el autor modelo creado por el lector empírico y el autor empírico que una vez existió (Eco, 1990, § 1.9; Eco, 1993).
Como consecuencia, la descontextualización defendida por el modelo semántico de la comunicación para los textos escritos (Ricoeur, 2008) existe tan solo desde una perspectiva metodológica, necesaria para analizarlos desde las corrientes más estructurales, no desde una perspectiva comunicativa (Tusón Valls y Calsamiglia Blancáfort, 1999; Ricoeur, 2002; Fernández Martín, 2021c). Esto implica que carece de sentido un análisis discursivo basado en la distinción entre la proclamación de lo sagrado que sigue la lógica inherente a la ley de las correspondencias (nivel simbólico semánticamente descontextualizado) y la lógica de las expresiones límite que tiene lugar en la manifestación textual (nivel de la praxis pragmáticamente contextualizada) (Ricoeur, 2008) porque una no existe sin la otra: lo sagrado se manifiesta como palabra en el mismo momento en que se necesita transmitir la explicación de lo inexplicable a unos interlocutores ávidos por dotar de sentido a su vida (Triviño, 2019) y, a la vez, la palabra se proclama sagrada porque, al pronunciarla, surte el efecto deseado en la audiencia: “la condición simbólica de toda expresión religiosa entraña de forma necesaria el carácter social de la misma” (Martín Velasco, 2006, p. 223).
El universo de lo simbólico equivale, entonces, al universo del discurso, independientemente de los siglos que pasen entre el momento en que se escribe (contexto de producción) y el momento en que se interpreta (contexto de situación): esta brecha temporal, inexistente en aquellas conversaciones en que ambas acciones sean simultáneas (Escandell Vidal, 2005; Ricoeur, 2002, 2008; Van Dijk, 2008, 2011), no implica que la escritura sea un proceso descontextualizado. Así, si entendemos que el contexto es el conjunto de conocimiento compartido por los interlocutores, intenciones, ideologías, aspectos sociales relevantes para ellos y mutuas atribuciones o expectativas, debemos entonces poder aplicar estos factores también a la lengua escrita, considerando a la autora capaz de crearse un lector modelo al que atribuye conocimientos y del que espera entienda su mensaje de una forma concreta (Nystrand, 1986; Eco, 1993; Ricoeur, 2002). Naturalmente, esto no va a suceder si el lector no ha sido mínimamente acostumbrado a interpretar los mensajes del escritor como este espera que lo haga (Van der Leeuw, 1964; Bohannan, 1966).
De este modo, la dificultad se encuentra en la perspectiva metodológica de la interpretación, no en el fenómeno comunicativo per se, dado que no podemos presenciar las interacciones cuyos restos textuales son escritos y, por tanto, nos debemos limitar a estudiar sus productos. Asimismo, no hay que olvidar la imposibilidad que supone, en numerosas ocasiones, no solo saber qué tenía en mente la autora al componer su texto (a quién iba dirigido, cuáles eran sus intenciones, qué conocimientos atribuía al lector modelo…), máxime si se trata de una producción literaria (Aguiar e Silva, 1972), sino también cuántos y quiénes llegaron a leerlo y qué podían interpretar en cada caso.
Esta posibilidad de interpretación, entonces, en tanto hermenéutica general, demanda “que entre la explicación estructural y la comprensión de sí se intercale, a título de mediación necesaria, el despliegue del mundo del texto” (Ricoeur, 2008, p. 61). No tiene sentido tratar de comprender el discurso religioso sin entender primero el mundo textual o el universo discursivo en que se enmarca y este, a su vez, no tiene sentido desde una perspectiva puramente semántica de la comunicación que lo analice, estructuralmente, sin atender a los valores que les atribuyen los escritores-intérpretes, como conformantes de una comunidad cuyas creencias comparten (Van der Leeuw, 1964; Pikaza, 1999; Sanmartín Bastida, 2017). Desde esta perspectiva pragmática, se vuelve fundamental para el acceso a la esencia del texto que la hermeneuta y la autora compartan el nivel sociohistórico del lenguaje (es decir, la lengua), pues este conocimiento convencional permite desgranar, como demanda uno de los objetivos del método fenomenológico: a) qué es, dentro del discurso religioso, lenguaje místico-literario y qué es lenguaje ordinario; b) por extensión, qué partes del discurso aluden a la experiencia religiosa y cuáles no y, finalmente, c) cuáles de todas ellas son lo suficientemente relevantes para comprender el “cuerpo expresivo” de símbolos que constituyen la materia en que se configura la religión (Martín Velasco, 2006).
Volviendo, entonces, al valor estético del lenguaje religioso, puede ser hermenéuticamente interesante insistir, para comprender su configuración discursiva, en que, entonces, en tanto lenguaje literario, toma prestados recursos de la lengua sociohistórica, porque sus usuarios no pueden (o no quieren) salirse de las normas discursivas sociohistóricas en las que se encuentran3, dada su intención comunicativa, es decir, debido al deseo inherente de expresar su experiencia religiosa en un proceso que culmine con la interpretación por parte de un posible lector que quizá, incluso, hasta tengan configurado prototípicamente (Eco, 1990). Simultáneamente, es en el nivel individual de la creación del discurso, en el habla, donde aparece la posibilidad de creación artística que, libre de ataduras, está prácticamente prohibida por las intransigencias de la lengua sociohistórica. La maestría de la escritora, esto es, la valía artística de su discurso religioso, se halla en su extraordinaria capacidad para combinar a la perfección la explotación de los recursos lingüísticos de la lengua común del nivel sociohistórico (el lenguaje cotidiano), que la une con sus hablantes en lo que se convierte en la historia de una tradición discursiva, con el habla del nivel textual (su idiolecto), que la separa de ellos en lo que se torna en la trascendental expresión original de una vivencia religiosa.
Desde esta perspectiva es, por tanto, desde la que esperamos se entienda la identidad establecida entre el discurso religioso y la práctica religiosa y la manera en que todo ello pertenece al diferente ámbito de la realidad femenina que se considera sagrado (Gadamer, 1994). En términos ricoeurianos, “no habría hermenéutica si no hubiera proclamación. Pero no habría proclamación si la palabra no fuera potencia, si no tuviera el poder de desplegar el Ser nuevo que anuncia” (Ricoeur, 2008, p. 83), es decir, “la experiencia religiosa es la expresión del misterio, desvelamiento del poder o realidad original que, transcendiendo aquello que el humano sabe y hace, se desvela sin embargo sobre el mundo” (Pikaza, 1999, p. 208). En nuestras palabras, la faceta del discurso puramente convencional, de cuyo lenguaje religioso la escritora toma prestadas las palabras que considera relevantes y les asigna un significado relacionado con el Misterio, actúa, entonces, como una mediación religiosa objetiva (nivel coseriano sociohistórico), a la que se opone, no sin la evidente dificultad de distinción, la otra faceta del discurso puramente conversacional que, dependiente de su naturaleza textual y, por tanto, al arbitrio de la pura creatividad artística de la autora, actúa como mediación religiosa subjetiva (nivel coseriano individual).
Las mediaciones religiosas objetivas constituyen lo que Eliade (1957/2018, p. 13-52) denomina “hierofanías” y lo que Martín Velasco (2010, p. 81) define como “realidades de todo tipo en las que el sujeto religioso ha reconocido a lo largo de la historia la presencia del Misterio”. Desde esta perspectiva, el discurso místico femenino es una mediación religiosa objetiva porque, en él, es decir, en el mundo del texto (Ricoeur, 2008), la realidad del Misterio se revela manifestándose (Pikaza, 1999) y, en consecuencia, se torna epistemológicamente accesible y ontológicamente posible, dada su equivalencia con la realidad literaria. Lo religioso, así, se funde con lo racional en tanto utiliza la lógica de la forma lingüística del nivel sociohistórico del lenguaje para construir una nueva lógica propia que conforma el discurso individual y, por ello, único, para conocerse a sí misma y añadir este conocimiento a su saber previo, dentro del cual se encuentra, entonces, el intento (generalmente inalcanzado) de comprensión del Inefable:
[…] puede decirse que la literatura […] es absoluta y categóricamente realista: ella es la realidad, o sea, el resplandor mismo de lo real. Empero, y en esto es verdaderamente enciclopédica, la literatura hace girar los saberes, ella no fija ni fetichiza a ninguno; les otorga un lugar indirecto, y este indirecto es precioso. Por un lado, permite designar unos saberes posibles –insospechados, incumplidos: la literatura trabaja en los intersticios de la ciencia, siempre retrasada o adelantada con respecto a ella […]. La ciencia es basta, la vida es sutil, y para corregir esta distancia es que nos interesa la literatura. Por otro lado, el saber que ella moviliza jamás es ni completo ni final; la literatura no dice que sepa algo, sino que sabe de algo, o mejor aún: que ella les sabe algo, que les sabe mucho sobre los hombres. […] En la medida en que pone en escena al lenguaje –en lugar de, simplemente, utilizarlo–, engrana el saber en la rueda de la reflexividad infinita: a través de la escritura, el saber reflexiona sin cesar sobre el saber según un discurso que ya no es epistemológico sino dramático. (Barthes, 1982, pp. 124-125)
Partiendo, en todo caso, de la visión pragmática de la comunicación, en estos escritos el discurso actúa como una mediación religiosa porque se entiende como un recurso puesto a disposición de la experimentante para dejar constancia escrita de la vivencia del Misterio, en un acto que, siendo subjetivo en tanto es una expresión de su sentir místico, es también objetivo porque toma prestada una tradición sociohistórica (la lengua) a la que convierte individualmente (habla) en un recipiente plagado de contenido religioso (discurso): “todo texto místico encubre de por sí una red de significados que se abren continuamente, interactuando con cada lector de una manera distinta” (López-Baralt, 2020, p. 47).
Simultáneamente, dentro de la misma consideración comunicativa que abarca toda interpretación de un texto escrito, el significado religioso es también absorbido por el lector que intenta comprender el texto, no tanto como lector empírico y verdaderamente existente (algo imposible de conocer con rigor si no hay vestigios históricos, tanto para la hermeneuta como para la escritora), cuanto como el lector modelo que la autora en su día concibió como conformante del contexto situacional cuyo protagonista es su producto discursivo. La presencia del Misterio, pues, se encuentra en el texto no solo porque el intérprete así lo sienta, sino también porque la autora así se lo atribuyó al lector prototípico que tenía en mente al componer el texto, “a manera de un juego de espejos que saca a la superficie las experiencias espirituales intransferibles de cada cual” (López-Baralt, 2020, p. 47).
Así, el primer rasgo del discurso religioso como mediación objetiva es, sin duda alguna, “la enorme multiplicidad, variedad, heterogeneidad y mutabilidad de las hierofanías” (Martín Velasco, 2006, p. 198), como muestra la cantidad de formas de discursos que contienen un fondo teológico, pero constituyen una estructura de otro tipo, como puede ser una autobiografía (en los textos de Ana de san Bartolomé y Francisca Josefa de Castillo), una narración (en el de Juana de la Cruz), una relación de mercedes y un tratado autobiográfico (en los de Cecilia del Nacimiento). El constante trasvase entre las formas del discurso y los mundos textuales desde los que hay que comprender su contenido permite comprobar cómo aquellas se nutren de estos (emplean su sintaxis, su semántica, sus conocimientos compartidos...) y estos, a su vez, se dejan imbuir por aquellas (Mukařovský, 1977).
El segundo rasgo de estas peculiares hierofanías se encuentra en una sistematicidad que consideramos existente en la propia estructura del texto (Martín Velasco, 2006), así como en su relación con otros textos de la misma autora. Por ejemplo, las exposiciones de contenido místico de Ana de san Bartolomé conforman un complejo simbólico que comprende varias obras autobiográficas, en algunos casos más centradas en relatar los viajes que la llevan por las diferentes fundaciones conventuales que efectúa en el extranjero que en las experiencias místicas como tales, las cuales, en todo caso, se muestran casi siempre como agradecimientos al Inefable, precisamente, por haberle dado la posibilidad de experimentarlo en su propio cuerpo (Pikaza, 1999). El ejemplo de la teogonía de la santa Juana es similar, en tanto ofrece todo un universo simbólico, a través de la creatividad que permite la forma del discurso narrativo (Ricoeur, 2008) o la “corporalización de un código” (Sanmartín Bastida, 2017, p. 103), en el que otorga el papel de protagonista soteriológico del cristianismo a María de Nazaret, en lo que se convierte, entonces, en todo un tejido mitológico que responde a la inversión de la relación entre estructura formal y kerigma conceptual. En este caso concreto, en el que transmite este complejo figurado de forma oral a otras oyentes, probablemente mujeres, De la Cruz está siguiendo una tradición mariana que viene de lejos, apoyada en la importancia de la madre de Jesús como verdadera redentora de la humanidad (Schüssler Fiorenza, 2000; Martín, 2021). Demuestra así, pues, que es posible cierto grado de retorno de la interioridad que ofrece la mística al orden cósmico que ofrece la teogonía (Pikaza, 1999).
Esta personalización del Misterio típica de la religión cristiana es, precisamente, el tercer rasgo de la hierofanía discursiva. Aparte, naturalmente, de la misma figura de Jesús, dentro del cristianismo que tratamos de comprender a través de los ojos femeninos de los textos estudiados, hay otras muchas personas que, como se irá viendo en los próximos capítulos, merecen igualmente la consideración de hierofanías dentro de los discursos analizados, como son la fundadora Teresa de Ávila en el caso de los escritos de Ana de san Bartolomé y diversas santas, la Virgen María, su propia madre y ella misma, por ejemplo, en los de Francisca Josefa de la Concepción (Fernández Martín, 2021b).
Relacionado con el par estructura-contenido, el cuarto rasgo del valor hierofántico de los discursos estudiados se da en el juego entre la inmodificabilidad de la forma del propio texto y la atribución conversacional de significado a lo que en él actúa como símbolo (Martín Velasco, 2006). En efecto, la construcción discursiva, como se ha indicado, obliga a la autora a elegir los recursos lingüísticos que desee entre los que la misma lengua sociohistórica le ofrece, de manera que, libremente, pueda combinar elementos comunes a los usuarios competentes en dicha lengua con elementos más o menos originales, de su propia creación idiolectal, cuyo sentido, sin embargo, puede deducirse con mayor o menor facilidad del cotexto (textual) en que se encuentren. En estos discursos, entonces, no se plasma un concepto del Misterio cristiano creado de la nada, sino que se construye en una combinación entre los discursos previos pre-dados (por ejemplo, las sagradas escrituras y los dogmas de fe), necesariamente inmodificables, y los significados contenidos en los símbolos empleados, solo descifrables, de forma cambiante dependiendo del contexto, a partir de los conocimientos socioculturales previamente adquiridos por sus interlocutores.
En cualquier caso, desde la perspectiva pragmática de la comunicación (Escandell Vidal, 2005), si se reconoce que “las hierofanías serían producto inmediato de la elección humana, pero tendrían su origen en la presencia del Misterio en el ser humano y, por tanto, en el misterio mismo” (Martín Velasco, 2006, p. 203), la diferencia entre ambas mediaciones, la objetiva y la subjetiva, es más compleja de lo que en un primer momento puede parecer, pues no queda claro el límite exacto entre la capacidad expresiva de la autora (lo que entendemos que contaría como mediación subjetiva) y la asignación simbólica a un objeto determinado (que se interpretaría como objetiva).
La clave, tal vez, se encuentre en el concepto con que definamos el mismo proceso de interpretación del texto, es decir, el proceso mediante el cual una persona, tan socioculturalmente anclada a un cronotopos como la escritora que lo construyó, accede a él y lo dota de significado. Si se entiende que este texto tiene categoría ontológica propia, como se defiende, en la práctica, desde el modelo clásico-semántico de la comunicación, entonces no cabe sorprenderse porque el papel que se asigna a esa misma persona que desentraña su significado sea el de un simple mediador que se limita a transmitir su lectura a otros futuros lectores, a modo de mero traductor, y desaparece después, como si nunca hubiera accedido a dicho texto ni hubiera ejercido su influencia sobre su significado:
El intérprete […] hace de mediador cuando el texto […] no puede realizar su misión de ser escuchado y comprendido. El intérprete no tiene otra función que la de desaparecer una vez alcanzada la comprensión. […] El intérprete que media entre dos partes no dejará de percibir su distancia frente a ambas posiciones como una especie de superioridad sobre la doble limitación por una y otra parte. (Gadamer, 1994, p. 338)
Si, por el contrario, seguimos manteniéndonos fieles a la visión pragmática-interactiva de la comunicación, el intérprete debe entenderse como la persona que efectúa el proceso de comprensión, que se acaba apropiando del texto y generando uno nuevo a partir de la captación de su significado, en una cadena de construcción metadiscursiva que es infinita y, por tanto, siempre está abierta, dentro del discurso místico-literario, al conocimiento del otro que no es, en el fondo, más que uno mismo (Ricoeur, 2008, p. 64): “La lectura es posible porque el texto no está cerrado en sí mismo, sino abierto hacia otra cosa; leer es, en toda hipótesis, articular un discurso nuevo al discurso del texto […]. La interpretación de un texto se acaba en la interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor […]” (Ricoeur, 2002, pp. 140-141). En este sentido, el intérprete efectúa un comentario de texto que constituye un nuevo discurso indefinidamente reactualizable, de sentido múltiple u oculto y, por tanto, con un evidente carácter heurístico, en lo que se convierte en un texto diferente que expresa por primera vez lo que ya está escrito, dado su origen en otro texto, pero que nadie realmente ha explicado cómo ha sido explicado por el intérprete (Foucault, 2018).
En la medida en que dicho intérprete es, además de lector, fenomenólogo de la religión, cabe también tener en cuenta que este intento de hacer desaparecer al investigador ya fracasó una vez se superó el positivismo (Ayala, 1995; Cabrera, 2002; San Martín, 2009; Rodríguez García, 2020), por lo que el texto religioso, que siempre tiene importancia per se, solo puede ser entendido como producto sociocultural anclado a un espacio-tiempo determinado a cuyo acceso el intérprete entra también con su propio cronotopos.
Esta posibilidad de interpretar el texto y de hacerlo, por tanto, aferrable, nos lleva al último rasgo de la hierofanía discursiva como es el de la asequibilidad, esto es, la posibilidad de convertir lo incomprensible del Absoluto en un concepto mínimamente controlable, a través de la palabra. Esta, además, pasa a formar parte de la historia humana y, en consecuencia, a regirse por unas normas socioculturales determinadas (Martín Velasco, 2006), entonces, por los poderes fácticos de las sociedades a las que se anclan cronotópicamente los cuerpos de las mujeres autoras.
Así, pues, al trasladar los contenidos de sentido transmitidos por la tradición al presente del lector-intérprete, con el objetivo siempre de afrontar las circunstancias que lo rodean en cada momento (Pikaza, 1999; López Sáenz, 2016), no se puede nunca perder de vista, en términos heideggerianos, que el Ser-en-el-mundo está ligado necesariamente a un estar-en-el-mundo: el Dasein está obligado a crear vínculos con otros Dasein que le precedieron vivos en el pasado (la tradición) y que comparten espacio en el presente a través del lenguaje (la lingüicidad), en el mundo al que ha sido abruptamente arrojado (Heidegger, 1967, §§ 38, 43).
Por tanto, la esencia del ser humano (que es también la del texto) puede interpretarse a través de la tradición y del lenguaje, pues son las únicas herramientas finalmente válidas para “hacer hablar de nuevo al texto fijado” (Gadamer, 1994). El Dasein del lector-intérprete, entonces, se entiende como inmerso en una constante fusión con el Dasein del propio texto, solamente alcanzable cuando se unan ambos horizontes en la dialéctica intersubjetiva, construida a partes iguales entre la tradición del pasado (estar-en-el-mundo [aparecer abruptamente]) y las circunstancias del presente (ser-en-el-mundo [relacionarse con lo demás]) (Pikaza, 1999; López Sáenz, 2009).
Las mediaciones subjetivas son “los actos y comportamientos en los que el sujeto religioso de todos los tiempos ha expresado su reconocimiento de esa presencia [la del Misterio]” (Martín Velasco, 2010, p. 81). El discurso místico, entonces, es en sí mismo una mediación religiosa en tanto es una práctica textual mediante la cual la escritora deja constancia no solo de su percepción del Misterio cristiano, sino también de la profunda relación espiritual que mantiene con él. Así, dentro aún del modelo pragmático de la comunicación, desde la perspectiva de la producción escrituraria el factor comunicativo pasa a un segundo plano, puesto que el texto místico-literario no tiene por objetivo “el de servir a la comunicación, sino el de destacar en primer plano el propio acto de expresión” (Mukařovský, 1977, p. 317). Esta búsqueda del propio acto de expresión implica encontrar los términos adecuados, dentro de la lengua sociohistórica, para dejar constancia escrita de la experiencia encarnada de la escritora (Bueno-Gómez, 2018, 2019). Dada la dificultad de plasmar con palabras de la lengua común una experiencia tan íntima y personal como es la religiosa, la creadora del texto no solo recurre, conceptualmente, a la construcción de un mundo discursivo específico, sino que también emplea, formalmente, recursos artísticos propios para ello en los cuatro niveles propuestos por Martín Velasco (2006): el de la razón, el de la acción, el de la emoción y el de la comunidad.
Así, en el nivel racional, encontramos el mito como la expresión de la actitud religiosa más común que, a partir de su interrelación con otros mitos, puede llegar a construir una red mitológica o mitología compleja (Martín Velasco, 2006). Naturalmente, en nuestra tradición occidental, dentro de la cual cabe insertar el cristianismo que intentamos comprender a través de los textos de las mujeres estudiadas, cabe resaltar, como origen de la mitología, las figuras de Homero y Hesíodo. El primero, sea un solo autor o un conjunto de autores, representa los pilares de la civilización griega, pues transmite todos y cada uno de los aspectos de su pensamiento (jerarquía social, valores, creencias...) en un par de obras poéticas de una auténtica trascendencia como son la Odisea y la Ilíada (Vidal-Naquet, 2001). El segundo es autor de la que seguramente sea la primera Teogonía sistemática de nuestra tradición, en la que se muestra una serie de nombres, genealogías, mitos y alguna que otra digresión acerca de los dioses. Probablemente, busca divinizar el mundo, a la vez que darle un aliento de optimismo, defendiendo la victoria del bien sobre el mal y ordenando las relaciones entre los dioses y los humanos, según las reciprocidades del poder (Widengren, 1976; Vegetti, 1993). En su otra gran obra, Los trabajos y los días, Hesíodo desarrolla el mito de las edades, también conocido como mito de las razas o de los dioses (vv. 106-202). Se presenta tras la narración del mito de Prometeo y Pandora y muestra cinco edades: la edad de oro, en la que los mortales vivían como dioses, sin fatiga ni miseria; la edad de plata, cuando los adultos, por ignorantes, vivían felices; la edad de bronce, en la que a los hombres sólo les interesaban las obras de Ares; la edad de los héroes o semidioses, estirpe creada por Zeus Crónida y aniquilada por diversas guerras (Tebas, Troya); y la edad de hierro, época coetánea a Hesíodo, considerada la peor por este autor. De esta forma, el mito de las razas se presenta como un discurso literario en el que se produce la racionalización de las expresiones religiosas, al pincelar las relaciones entre razas, niveles funcionales, jerarquía de los dioses, categoría de edades, en lo que se constituye como un reflejo del orden cosmológico impreso en la sociedad griega de época homérica (Vernant, 1972) y, por tanto, como una herramienta perfectamente útil para legitimar y mantener el statu quo establecido.
Aunque hay personas a las que se les atribuye un valor mitológico similar en la autobiografía de Francisca Josefa de Castillo (Fernández Martín, 2021b) y en los textos de Ana de san Bartolomé, cuando, por ejemplo, expresa cómo la fundadora Teresa de Jesús le “transmite mensajes divinos, accesibles y legibles” exclusivamente a ella (Lewandowska, 2019, p. 267), esta mención a la mitología griega tiene su razón de ser en el hecho de que interpretamos los sermones de sor Juana de la Cruz analizados como un monumental esfuerzo por sistematizar un conjunto de creencias centradas fundamentalmente en la madre de Jesús y sentidas como expuestas de manera espontánea y sin orden en la doctrina teológica oficial, de forma similar, insistimos, a como lo intentan conceptualizar los autores griegos mencionados. Dotando de protagonismo a una mujer ante un auditorio provisto seguramente de mujeres, la santa Juana construye un mundo sobrenatural para rellenar las lagunas detectadas en la fe autorizada que contribuye a comprender la causa última de todo lo incomprensible para la mente humana (femenina) de su tiempo que es, precisamente, una de las funciones de la mitología (Widengren, 1976; Vegetti, 1993; Pikaza, 1999). Así, a partir de conocimientos compartidos con las interlocutoras, la escritora emplea la capacidad universal de crear símbolos que ayudan a metaforizar la realidad y darle un significado distinto dentro de la cultura cristiana a la que ella necesariamente está anclada (Schüssler Fiorenza, 2000; Velasco, 2007; Chevalier y Gheerbrant, 1995; De Pablo Maroto, 2001b; Diel, 1976) para dar forma, ordenando y seleccionando, a modo de demiurgo humano (Fraile, 2011), el conjunto del caos mitológico que comienza ya en la cosmovisión judía del pecado original. De esta manera, completa, de forma sistemática, la historia de las acciones que se suceden desde Adán y Eva hasta el nacimiento de Jesús, deleitándose en la explicación detallada de los hechos realizados por una María de Nazaret que, convertida en diosa, se pasea por el cielo como si fuese el Olimpo. La demanda de ritos que efectúa sobre los humanos para que respeten a su hijo puede estar influida por la importancia otorgada a la danza, los juegos, los bailes y las risas de las visiones del paraíso en la Divina comedia o del Román de la Rose y otras ideas similares extraídas de otros textos femeninos como los de sor Lucía de Narni o Matilde de Magdeburgo (Sanmartín Bastida, 2017; Sanmartín Bastida y Massip, 2017).
Asimismo, la maestría de la autora se deja entrever en su capacidad para envolver todo este contenido, que compone el ámbito de lo sagrado de su texto, en una forma de discurso específicamente narrativa, que emplea estratégicamente a modo de camuflaje estructural. De este modo, arroja raciocinio sobre una red mitológica que, en el fondo, no se sale de la doctrina teológica por encontrarse arropada en la consideración artística de su configuración argumental, dado el conocimiento compartido sobre los protagonistas de su historia que, como en la mitología griega, son individuos con nombre, personalidad e identidad propia. En efecto, al formar parte del bagaje cultural de la sociedad en que se encuentra, la mitología construida por la santa Juana otorga a sus creyentes no sólo una serie de respuestas a diversas preguntas de carácter epistemológico, ontológico e incluso teológico, sino que también constituye una seña de identidad de pertenencia a un grupo, creando de este modo la identidad (un tipo de ser, el del Ser-en-sociedad) a la vez que se construye la alteridad (un tipo de no-ser, no-pertenecer-a-mi-sociedad) (Ramírez Goicoechea, 2007; San Martín, 2009). En este proceso de construcción político-simbólica del yo-uno-mismo y del uno-otro-demás (Martínez Marzoa, 1994 § 4.5), tiene perfecta cabida, entonces, la adquisición y re-configuración de mitos percibidos como externos (los homéricos) que, tras un buen trabajo de reinterpretación sociocultural, son adaptados a la superestructura del grupo propio (cristianos), como de hecho ocurrió con el orfismo impregnado de orientalismo existente en los mitos helénicos (Oñate y Zubía, 2003).
El segundo nivel en que encontramos expresiones de la actitud religiosa es el de la acción que se plasma en todas aquellas prácticas que, cargadas de simbolismo, se efectúan con intenciones religiosas. Cabe incluir en este nivel aquellos aspectos relacionados con todo tipo de rito y servicio religioso que encontramos tanto en el contenido del universo discursivo de los textos analizados en los próximos capítulos (Fernández Martín, 2021a), como en la capacidad expresiva que conlleva la práctica escrituraria de las mujeres escritoras elegidas.
Así, en primer lugar, las coordenadas espaciotemporales, constantemente señaladas a lo largo del trabajo, son esenciales para constituir la práctica discursiva, tanto desde una perspectiva interna que afecta a la lógica de la proclamación, entendida como sinónimo del mundo del discurso (Ricoeur, 2008), como de una perspectiva externa que involucra al contexto de producción del texto, en línea con el modelo pragmático de la comunicación que venimos sosteniendo.
En la primera perspectiva, el empleo de constantes metáforas en el lenguaje místico-literario (Eco, 1990; Duranti, 2000; Schüssler Fiorenza, 2000; Croft y Cruse, 2008; Barthes, 2009) puede servir de ejemplo para entender que, más allá del indiscutible valor estético, obliga al lector/intérprete a establecer una relación entre el término origen (dominio fuente) y el término objeto (dominio meta, destino o diana), lo que en la práctica equivale a construir identidades de significado entre el mundo del discurso y el mundo de lo sagrado. Así, además de metáforas relativamente frecuentes (Lakoff y Johnson, 1987; Soriano, 2012; Vainio, 2020; Pihlaja, 2021) como el amor de Dios es la guerra (‘no puedo luchar contra el amor de Dios’), el cuerpo es un contenedor (‘mi cuerpo se llena de Dios’) y el espacio es tiempo (‘el alma habla aquí’ = ‘el alma habla ahora’), la metáfora el texto es un espacio (‘como hemos dicho arriba’) confirma la posibilidad de interpretar el mundo del discurso desde la vivencia de una realidad física que se acaba convirtiendo en aquel. Entonces, si aceptamos que estas equivalencias metafóricas que extrapolan el a priori espaciotemporal a un discursivo cronotopos tienen su razón de ser en algún tipo de parecido, que a su vez remite a la experiencia, sea porque realmente exista ese parecido, sea porque se construya una similitud estructural, sea porque se produzca primero una metonimia (Lakoff y Johnson, 1986), estamos entonces asumiendo la semejanza entre la manifestación de lo sagrado y la proclamación de la palabra (Ricoeur, 2008).
Externamente, aunque parezca evidente, conviene señalarlo: crear sermones a principios del siglo XVI, como hace la santa Juana, conlleva una serie de implicaciones cronotópicas que no serían iguales a aquellas que la atarían al espacio-tiempo si hubiera vivido a finales del mismo siglo, como es el caso de Ana. Similarmente, desempeñar gran parte de la práctica religiosa en un convento de Valladolid, villa y corte durante parte de la época áurea, como hace Cecilia, no es comparable con hacerlo en el Nuevo Reino de Granada, colonia dependiente de la metrópoli, como le sucede a Francisca. A todas, además, les afecta el paso del tiempo en general, en tanto elemento limitado en toda vida natural; y el calendario litúrgico, en tanto les marca una rutina social.
Esta rutina, en segundo lugar, deja señales en sus cuerpos en el momento en que genera una norma a modo de habitus bourdienano, estructura estructurante hecha estructura estructurada (Bourdieu, 2008), dentro de la cual tienen cabida los ritos conformantes de esa rutina. Como ejemplo de la aparición del rito dentro del mundo del discurso femenino, cabe señalar las alusiones explícitas a determinados servicios religiosos que, como se ha indicado anteriormente, la Virgen exige en sus seguidores (a quienes tiende a denominar “súbditos”, de donde se deduce, nuevamente, la imposibilidad de desligar el contexto sociohistórico en que se producen los textos de los textos mismos) en numerosos de los sermones de Juana de la Cruz.
Desde la perspectiva externa que permite comprender el valor de mediador religioso que ofrecen los textos de las mujeres elegidas, se ha de señalar el rito sacramental de la confesión, de especial importancia para comprender la relación entre el Inefable que supone la otredad del Ser absoluto y el conocimiento que implica la mismidad del yo-escritora. Así, la confesión no solo sirve al confesor para controlar la actividad religiosa de las monjas (y demás personas), como explicamos más adelante, sino que también abre la posibilidad de crear en ellas costumbres que se acaban convirtiendo en ritos escriturarios a través de los cuales experimentan el Misterio. En otras palabras, la práctica discursiva femenina se camufla necesariamente bajo la obediencia al confesor y, bajo este camuflaje, tiene sentido convertir el contenido textual en experiencia mística confesable. De esta forma, la composición del texto tiene lugar a partir del rito de la confesión que se encuentra anclado, por un lado, a una rutina social marcada por el calendario litúrgico, en tanto proviene del alto clero y, por tanto, de voluntades ajenas, aparentemente, a la de la escritora, de forma similar a como ocurre con otros sacramentos como la comunión, la confirmación o la extremaunción, cuya rutina se encuentra también marcada socioculturalmente; y, por otro lado, a un deseo personal de convertir la práctica escrituraria en constante contacto con el Misterio: al poner palabras a la experiencia se está tornando, como se pretende demostrar aquí, la vida en un texto. Así, dado que “la expresión [místico-literaria] significa aquí medio de realización” (Martín Velasco, 2006, p. 215, n. 32), no se puede concebir, entonces, el discurso místico-literario de las mujeres estudiadas como algo distinto a su propia experiencia mística, por ese desplazamiento que sufrió la verdad, ya en época griega, en su paso “del acto ritualizado, eficaz y justo, de enunciación, hacia el enunciado mismo” (Foucault, 2018, p. 20).
En tercer lugar, como consecuencia de todo ello, y partiendo de la construcción patriarcal de la sociedad en que las mujeres se encuentran creando sus discursos religiosos, frutos de las respectivas vivencias del Misterio, el rito de la confesión, que sirve como elemento contextualizador y, hasta cierto punto, detonante, de la práctica escrituraria, se puede contemplar como un servicio a la divinidad (Martín Velasco, 2006): si los confesores se erigen en vicarios de Cristo (una pretensión nada soberbia) y, por tanto, actúan socioculturalmente como representantes en la tierra del mismísimo Dios cristiano (Del Pozo Coll, 2006), ellas, al obedecerles, están asumiendo la obligación moral de servir al Absoluto con el que, paradójicamente, se unen en la soledad de sus cuerpos sin tener que pedir permiso más que al mismo ser eterno. Aquí es donde, a nuestro juicio, se encuentra la rebeldía ético-política de las religiosas que ponen por escrito sus experiencias místicas (Fernández Martín, 2023), pues con ellas amenazan con la ruptura del estatu quo de la que probablemente eran conscientes muchos varones. El caso de la perpiñanesa Ana Domenge es altamente ilustrativo, en tanto empleó, precisamente, la autoridad eclesiástica de su confesor dominico Antonio Darnils de Perpiñán para exculparse de todas las acusaciones que arrojó sobre ella el Tribunal de la Inquisición de Barcelona hacia 1610 (Alabrús Iglesias, 2019).
Así, si las mujeres, en la privacidad de los conventos y, dentro de estos, en la intimidad de sus celdas y, dentro de estas, en lo más profundo de sus cuerpos, inaccesibles a los hombres por su condición de entrega al Ser superior, podían tener control sobre la esencia de la divinidad, ellos perdían, entonces, el control sobre ellas, por dos motivos (Fernández Martín, 2021a). Por un lado, en la cosmovisión cristiana que estamos intentando comprender, Dios es el único ser por encima del hombre; si el cuerpo femenino se une con él y lo mantiene en su interior, ella resulta ser absorbida por el Absoluto, lo que implica, en la práctica, dejar de ofrecer espacio para ningún ser humano y, por tanto, situarse por encima del varón en la jerarquía sociocultural. Por otro lado, a la ideología patriarcal de la época áurea le interesaba, hasta cierto punto, construir la idea de que la mujer debía parecerse a María y no a Cristo (Hollywood, 2004), pero siempre acentuando su papel como obediente madresposa, habitante exclusivamente del ámbito privado del hogar (Lagarde y de los Ríos, 2003), no como una madresposa que se relaciona directamente con el Inefable y expulsa al varón de la gestión familiar. Dado que las monjas no son madres biológicas y, además, viven liberadas de maridos que las controlen, el peligro simbólico que ciertos ámbitos del patriarcado ven en sus experiencias místicas se soluciona generando un “código moral de acuerdo con la forma en que se representa la unión con lo divino y concentra su estilo moral en un ethos que es una expresión del estilo [en nuestro caso, discursivo] de la actitud religiosa” (Martín Velasco, 2006, p. 218) que, como se ve, pasa por el rito sacramental de la confesión. En este sentido, entonces, este sacramento, como otros, es una acción textualizante de lo sagrado, pues, frente a la idea de que “en el sacramento, la recuperación del simbolismo es la que triunfa” (Ricoeur, 2008, p. 86), creemos que en el caso femenino, en el momento en que se ejerce un control sobre el contenido de los textos que sirven de confesión (proclamación) se está igualmente ejerciendo un control sobre sus vivencias (manifestación), lo que implica ir mucho más allá del mero mundo del discurso (Foucault, 2018): este sacramento ratifica, probablemente mejor que ningún otro acto de habla, la austiniana idea oculta tras la esencia de todo lenguaje que supone hacer cosas con palabras.
En cuanto al tercer nivel analítico, el que afecta al “clima emocional que rodea todas las demás manifestaciones de la actitud religiosa” (Martín Velasco, 2006, p. 219), creemos que los textos de la carmelita Ana de san Bartolomé son los que mejor lo representan, aunque todos los textos estudiados dejan entrever en mayor o menor medida esa atmósfera, dada la profundidad espiritual con que tratan de explicar qué sienten ellas cuando se encuentran en la presencia del Misterio. El motivo para defenderlo de esta guisa se encuentra en que en sus textos la escritora muestra no solo la solemnidad típica de todo discurso religioso que busca mostrar su más profunda creencia en el Absoluto, sino también el entusiasmo que suscita ser perfectamente consciente de que su soledad ha terminado porque la personalización del Inefable, sea configurado en forma de santos, sea configurado en la persona por excelencia de Jesús, siempre la acompaña.
Dada la estrecha relación entre emoción y arte (Martín Velasco, 2006; Underhill, 2015), cabe cuestionar el mismo concepto que conlleva la asunción del valor artístico de unos textos que, a priori, se ciñen lingüísticamente a la esencia de la lengua común. Así, si bien puede aceptarse el valor artístico de los sermones de la santa Juana, como ya se ha indicado, e incluso pueden igualmente considerarse dignos de mención los comentarios de Cecilia del Nacimiento, que sigue bastante de cerca el estilo literario sanjuanista (Rhodes, 2007; Borrego Gutiérrez, 2020), no está tan claro este mismo valor en los textos de la susodicha Ana, pues es una “mujer de clase baja y de formación autodidacta” (Lewandowska, 2019, p. 265) que, cuando ingresa en el convento, probablemente ya sabe leer, pero no escribir, a lo que aprende posteriormente durante su vida religiosa (Almeida Cabrejas, 2017).
Esta dificultad implicada en la distinción del lenguaje literario-místico (más formal, más complejo) y el lenguaje ordinario (más informal, menos elaborado), que nuevamente afecta a las mujeres en mayor medida que a los hombres por una sencilla razón de acceso a la educación y, por tanto, a la sociedad de los discursos en que elitistamente ellas no pueden entrar (Bourdieu, 2008; Foucault, 2018; Nuño Gómez, 2020; Marín Serrano, 2021), es fácilmente extrapolable al problema epistemológico (pues, al final, se niega el acceso al conocimiento de esas obras) que entraña la distinción entre el arte oficial y el arte popular (Dewey, 2008). En efecto, ambos cumplen la misma función social de forma paralela: el arte oficial se asemeja tanto al lenguaje común como al lenguaje místico-literario, en la medida en que los dos son producidos y, a la larga, extendidos por las clases dominantes4, es decir, patriarcales, de donde se deduce una fácil institucionalización, homogeneización e, incluso, nacionalización de su empleo (Moreno Cabrera, 2005, 2008; Faye Pedrosa, 2007). Frente a ellos, ambos lenguajes dejan de tener prestigio cuando se emplean en discursos femeninos con contenido místico-literario, por lo que, trayendo de nuevo a colación el modelo comunicativo pragmático, no es en sí el lenguaje religioso (místico-literario) o el lenguaje ordinario (común) el que actúa como correlato del arte popular, diverso, múltiple y, en cierto modo, libre de ataduras oficiales, sino el discurso femenino en que aquel se inserta, que carece de la aceptación (y, por tanto, de la protocolaria necesidad) socialmente prestigiosa que implica, incluso, no ser considerado merecedor de análisis (Barthes, 1982). En otras palabras, la caracterización como artístico de un discurso religioso se encuentra tan atada a las normas socioculturales de los intérpretes como el mismo proceso de producción del texto (Muñoz Gómez, 2020; Fernández Martín, 2021c).
Y aquí entra en el juego literario-místico lo que podemos considerar la esencia de todo arte: la conciencia de una posible intención estética. Naturalmente, hay que tener en cuenta, en el plano interno, el espacio-tiempo en que sucede la acción; la vívida visión que el yo (y, por ende, el lector) tiene sobre esa interacción espaciotemporal; la configuración psicológica que, mediante el recuerdo y la memoria, puede darse en la protagonista para actuar como lo hace y crear, así, todo un mundo que sea dado por verdadero; una pérdida, un conflicto, una búsqueda de identidad, un vagar sin rumbo fijo a través de lugares reales y de no-lugares verosímiles. En el plano externo, cabe resaltar la combinación entre lo público y lo privado que subyace al mismo proceso escriturario; una posible crítica mordaz, y a la vez sagaz, de la sociedad que en cada caso haya contribuido a su construcción; el inevitable papel de la escritora como agente productor que convierte, en la práctica, su obra en un relato modélico del comportamiento femenino. A nuestro juicio, no obstante, lo esencial del definir estético del discurso místico-literario es la conciencia que la misma autora tiene de que está contribuyendo a producir una obra literaria (Eco, 1993; Aznar Almazán y Martínez Pino, 2010; Barthes, 1982, 2009; Dewey, 2008; Muñoz Gómez, 2020), pues, aunque lo haga con un lenguaje más bien próximo al lenguaje común, su contenido no deja de situarla en una relación {con/en/para} el Misterio, lo que nuevamente reafirma el valor mediador del mundo del discurso religioso femenino, independientemente de la forma que adopte: en la mayoría de las ocasiones ella es perfectamente consciente de que solo apelando a determinados textos puede escribir el contenido que desee.
En el texto místico-literario, esta conciencia del yo-creadora, bellamente hipostasiada en la composición letra a letra del discurso que se acaba convirtiendo en un todo conjunto (Simó, 2014), interactúa con el significado atribuido al otro que, conceptualmente, ya no se limita a ser el lector modelo al que ella dirige su experiencia mística, como sucede en el discurso religioso en tanto mediación objetiva, sino que aspira a contactar directamente con el Ser por excelencia, el eterno escuchante, el infinito lector, con quien realmente la conciencia del yo femenino puede ser ella misma sin ataduras socioculturales, más allá de las propias normas lingüísticas y de la capacidad imaginativa del ego (Pikaza, 1999; Amengual, 2007). Esta interrelación, entonces, entre la conciencia del tú-lector, la del yo-escritora y la del mismo texto, unida a la fuerza del juego lingüístico de ingenio (hipérboles, metáforas, metonimias…), la fusión de lenguaje común y de lenguaje religioso, es lo que permite, a nuestro juicio, que surja el goce estético en el contacto con el discurso místico-literario (Aguiar e Silva, 1972). Como consecuencia, puede defenderse que la característica esencial de estos tipos de texto, más allá de su simple valor estético, es un conjunto de atribuciones que aparecen desde el preciso momento de su producción y que se resumen en dos: el ansia de superación espaciotemporal de la autora a través de la creación de la conciencia del yo-creadora, propiciada en su comunicación directa con el Misterio; y su empatía con un lector humano reconstruido por ella misma, que algún día sabrá de su existencia a través de la lectura de su discurso, y un lector divino del que apenas sabe lo que le dice su experiencia religiosa (Kundera, 2006).
El valor artístico, entonces, de estos discursos se desprende de estas dos atribuciones, las cuales, a su vez, no pueden concebirse sin partir, por un lado, de que el arte es comunicación (aunque se ponga el foco en el productor) y de que esta tiene lugar según el modelo pragmático (Mandrioni, 1993), poiesis, aisthesis y catharsis. La primera conlleva la creación del discurso místico que, entonces, no puede separarse de la fe que supone su configuración en tanto la mujer considera su vida escrita por Dios, su texto equivale a la misma palabra divina y, por tanto, las vivencias (experiencias) se corresponden por completo con el lenguaje (discurso): “[El libro de la naturaleza] es el libro cuyo texto escribió Dios con su dedo y que el investigador está llamado a descifrar o hacer legible e inteligible con su exposición” (Gadamer, 1994, p. 329) o, en palabras de una religiosa del siglo XX, Teresa Losada, “Cuando las cosas que experimentas las ves escritas, son la letra que tú habrías querido escribir” (De Ahumada, 2011, p. 271).
Partiendo, entonces, de esta plena equivalencia entre el libro (texto-discurso) y la vida (mística-religiosa) en la obra de las mujeres seleccionadas, la receptividad estética del texto, la segunda atribución, genera en el lector-espectador una nueva visión del mundo, una vez comprende la validez epistemológica de la evidente correspondencia discursivo-textual que se da en las autobiografías (García de León Álvarez, 2016; Poutrin, 2018). Así, la lectura de los textos provoca en la intérprete la apertura a nuevas maneras de comprensión de la realidad religiosa, a partir de la forja de una nueva red de interrelaciones de fes creada entre las personas que acceden a esos textos y se dejan imbuir por ellos y las personas que en su día los compusieron, sin saber siquiera de la existencia de quienes iban en un futuro a acceder a sus productos discursivos. Si la persona receptora en cuestión comparte los sentimientos religiosos con la escritora, su sentir al interpretar el texto puede acabar “en la forma de una esperanza escatológica, sobre la base de una fe en la palabra de Alguien que es fiel a lo que promete” (Mandrioni, 1993, p. 207); si no lo es, al menos puede sentir cierto afecto, respeto o incluso empatía por el sentir religioso de la autora, pues no deja de reconocer la fascinación por un vínculo con lo otro, el Absoluto, el Ser, el Inefable, lo santo, lo impronunciable, lo sagrado, el Misterio, que ella, en su no-creencia, no alcanzará nunca a experimentar (Ayala, 1995; Cabrera, 2002; Rodríguez García, 2020). La fase catártica, en todo caso, parece el culmen del acto comunicativo que se da a lo largo de los siglos entre la persona que escribió su experiencia mística y la que la lee en la actualidad y siente cómo, mediante la fuerza ilocutiva de su mensaje (que no es más que una personal reinterpretación artístico-literaria de la susodicha “palabra de alguien”), se le transfigura el alma al comprender la conversión de lo escrito en un nuevo objeto de culto, en una especie de bella palabra de la que se ha prendado y a la que, por tanto, no tiene más remedio que servir y dedicar la propia fe.
Desde esta fusión entre la experiencia estética y la mística es desde donde no cabe aplicar excesivas exigencias lingüísticas a la hora de asignar el calificativo de “artístico” a unos textos místico-literarios escritos por mujeres que no siempre tienen por qué haber aprendido a leer y a escribir en la infancia. De este modo, si bien parece razonable entender que toda productora de textos místicos-literarios sea una lectora voraz de discursos religiosos antes de convertirse en literata, no tiene por qué también ocurrir lo contrario, es decir, no toda lectora tiene por qué llegar a convertirse en una gran escritora, pues el genio artístico, aunque se puede trabajar con mucho esfuerzo, puede acabar por no aparecer en toda una vida. En términos prácticos, esto implica que el valor estético de los discursos místico-literarios puede encontrarse más en la manera en que se construye el mundo de lo sagrado en su contenido, que en la forma estrictamente lingüística en que este es bellamente expresado.
De hecho, de forma similar puede ocurrir con la experiencia mística, como recuerda la misma santa Teresa de Jesús, para quien no resulta en absoluto sencillo lograr la unión absoluta con el Absoluto del Ser, pues esta solo tiene lugar tras trabajar muy duro y dejarse imbuir por la voluntad divina, lo que equivale aproximadamente a la fusión entre, por un lado, las técnicas y las destrezas que suponen la constante práctica del arte en cuestión y, por otro, las musas inspiradoras del artista:
Cuando os viéreis faltas en esto, anque tengáis devoción y regalos, que os parezca habéis llegado ahí, y alguna suspensioncilla en la oración de quietud, que a algunas luego les parece que está todo hecho, creéme, que no habéis llegado a unión, y pedid a nuestro Señor que os dé con perfeción este amor del prójimo, y dejar hacer a su Majestad; que Él os dará más que sepáis desear como vosotras os esforcéis y procuréis, en todo lo que pudierdes, esto; y forzar vuestra voluntad, para que se haga en todo la de las hermanas, anque perdáis de vuestro derecho, y olvidar vuestro bien por el suyo, anque más contradición os haga el natural; y procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho (5M 3).
Independientemente, entonces, de la manera en que esta fusión de atribuciones artístico-religiosas se realice a través de un lenguaje más común o de un lenguaje más religioso, adoptando un (proto)tipo de texto más próximo al narrativo, al descriptivo, al expositivo-argumentativo o al dialógico (Adam, 1985, 1997, 2001; Moreno Hernández, 1997), el viaje interior de la escritora produce cierto tipo de apertura a lo desconocido, que sanamente ayuda al lector (humano) a acceder a una serie de mundos posibles que, en esos momentos de placer estético, se convierten en mundos reales, pues no hay nada más real, al final, que aquellos lugares a los que puede transportar la experiencia mística personal fomentada por un discurso bien escrito, cuyo fondo sea “la representación estética de la vida humana” (Menéndez Pelayo, 1947, apud Moreno Hernández, 1997, p. 5). Así, pues, lo relevante en estos discursos es que otorgan una sensación de realidad que implica que su estar-ahí, su esencia conceptual, “no se puede percibir como las demás propiedades sensoriales” (Arendt, 1984, p. 68), porque el mundo de lo fáctico, en la práctica hermenéutica, equivale al mundo de lo sagrado, pues carece de sentido la distinción entre la apariencia y el Ser.
El último nivel en que se muestra la mediación subjetiva de la actitud religiosa es la comunidad, fundamental, en nuestro grupo de mujeres, para comprender el papel desempeñado por sus respectivos discursos, puesto que la experiencia religiosa que estos describen “sólo se realiza concretamente, condensada, inscrita en una expresión social” (Martín Velasco, 2006, p. 222). Al aplicar el valor mediador a los discursos analizados, conviene recordar que todas las mujeres elegidas pertenecen a una orden religiosa (franciscana-clarisa, en el caso de la terciaria Juana de la Cruz y Francisca de la Concepción y carmelita descalza, en el de Ana de san Bartolomé y Cecilia del Nacimiento), lo que implica una serie de sometimientos a la ortodoxia del grupo. Como consecuencia, aunque los discursos de las cuatro mujeres se encuentran atados en mayor o menor medida a las disposiciones de las respectivas tradiciones regulares, ejemplificamos el valor mediador de los discursos femeninos analizados mediante la elección de una mujer de cada orden.
Así, aunque se puede aludir de nuevo a la imitación tanto sanjuanista como teresiana (Rhodes, 2007; Fernández Frontela, 2013; Borrego Gutiérrez, 2020) que siguen los comentarios de la carmelita Cecilia del Nacimiento y que funcionan, entonces, formalmente, como ajuste a una tradición discursiva de la orden, consideramos más interesante mencionar el vínculo a la comunidad que implica la función del ya aludido confesor (Castillo Gómez, 2014; Poutrin, 2018; Lewandowska, 2019). Estos cargos eclesiásticos son figuras frecuentemente empleadas para controlar la actividad religiosa de las monjas en lo que, ontológicamente, se torna la prueba fehacientemente viva de la identidad lenguaje/discurso-vivencia/experiencia a la que anteriormente hacíamos alusión (Gadamer, 1994): desde el modelo pragmático de la comunicación, toda solicitud del confesor para que las mujeres redacten sus experiencias místicas, de manera, claro está, que puedan confirmar que su comportamiento se ajusta a la ortodoxia, convierte el ámbito sagrado del discurso en el ámbito sagrado de lo real, porque se entiende que la palabra de la escritora equivale a la experiencia vivida que es lo que, en definitiva, ellos creen que el Misterio les ha puesto ahí para juzgar.
Para ilustrar esta relación entre la obediencia debida al confesor y la necesidad real de emplear el discurso como mediación con el Misterio, empleamos las palabras de Cecilia del Nacimiento al principio de su Tratado de la unión del alma con Dios, en el primer ejemplo de los dos siguientes, y de su Segunda relación de mercedes, en el segundo:
Aunque se me hace muy dificultoso poner por obra esta obediencia, diré alguna cosa por cumplirla, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que el santísimo Espíritu de este Señor y de su eterno Padre es poderoso para guiar mi pluma, viéndome yo muy claramente inhabilitada para ello; porque el gusto de las cosas de Dios, cuanto más son fuera de razón y sentido, tanto más dificultosas de declararse, tanto mayores y eternas y apartadas de las comunes y temporales, y tanto menos conocidas y entendidas por los que vivimos en este tiempo, mientras no se nos manifiestan con la clara vista de Dios (Cecilia del Nacimiento, La unión del alma con Dios, p. 267).
Que cuanto podía decir, algo de particularidades ya de trabajo ya de mercedes en que se hacía alguna relación del camino dichoso por donde el Altísimo ha querido traer a sí mismo este gusano vil, ya lo hice también por obediencia, mas como ésta es poderosa para todo, fío de Dios que manda lo que por mí no puedo, que me hallo aniquilada y sin ser (Cecilia del Nacimiento, Segunda relación de mercedes, p. 329).
Como puede observarse, aparte de desautorizarse llamándose a sí misma “gusano vil”, como hacen otras religiosas (Sanmartín Bastida, 2017; Fernández Martín, 2018; Alabrús Iglesias, 2019)5, tal vez precisamente por influjo del confesor (Sáez Vidal, 1987; Triviño, 2019) y para “avalar la intrusión en la esfera de uso de los letrados” (Lewandowska, 2019, p. 422), deja entrever la necesidad de justificar, por un lado, que ella no tiene un deseo escriturario si no es como obediencia al confesor y, por otro lado, que el contenido de lo escrito viene dado por el mismo Dios. De este modo explica que ni la forma ni el fondo de su texto se deben a su propia voluntad femenina pero que, si se equivoca, siempre prima lo segundo sobre lo primero porque es el mismo Dios el que le indica cómo escribir y nadie, ni siquiera el hombre, está por encima de él para impedírselo.
En otro texto de los analizados, efectivamente, insiste en que tiene “harta necesidad del favor divino para acertar a decir alguna palabra de lo que se puede colegir acerca de esto por quien no tiene letras, ni perfección para tratar de ello”, pues no pretende, ni mucho menos, dar “declaración de lo que es unión esencialmente, porque eso es dado a los teólogos, sino solo algunos barruntos o sentimientos de lo que sin sentir, o sintiendo, de aquí se colige”, sino que, simplemente, tiene claro que “grande fuerza tiene la obediencia; si es voluntad de Dios que yo la cumpla, Él dé lo que manda y mande lo que quisiere, que a todo mi parecer bien cierta estoy no quiero nada, sino cumplirla” (UAD, p. 268). Aunque lo sea (Fernández Frontela, 2013), no pretende, entonces, desempeñar el papel de teóloga, pues sabe perfectamente que, como mujer, su lugar en el cuerpo social de su época no se lo permite, de donde vienen las constantes estrategias de desautorización y autodesprecio, necesarias para no salirse de las normas sociales marcadas por las expectativas de los lectores modelos que se ha generado durante el proceso escriturario (seguramente, el mismo confesor). Sin embargo, la conciencia del yo-creadora que se observa en estas palabras, a la que anteriormente aludíamos al establecer la relación entre el arte y la religión, indica que conoce perfectamente los límites de sus prácticas discursivas, entre los que se encuentra, naturalmente, reivindicar cierto espacio desde el cuerpo político de lo simbólico que constituye su discurso religioso (Fernández Martín, 2020, 2021a, 2021b). En otras palabras, el Misterio textualizado que constituye su experiencia religiosa se genera en la misma red simbólica en la que se ha generado también su rol femenino y las limitaciones discursivas que esto le acarrea en tanto mujer, lo que nuevamente implica la imposibilidad de separar la práctica discursiva de la práctica religiosa o, lo que viene a ser lo mismo, lo que permite hacerlas equivalentes en términos de construcción de mundos posibles (Ricoeur, 2008).
El papel vigilante y controlador de los hombres confesores con respecto al comportamiento de las mujeres religiosas que, por tanto, ilustran el extraordinario valor mediador del discurso religioso femenino, se muestra prístinamente en los dos motivos por los que el franciscano cardenal Cisneros ordena a sus beatas poner por escrito sus experiencias místicas: “para examinar su ortodoxia, y para que, leídas, pudieran aprovechar a los que no las podían escuchar” (Triviño, 2006, p. xxi). Esto implica, entonces, que, aunque exista una evidente censura institucional, razón de todo tipo de controles de la fe (Alabrús Iglesias, 2019; Kolakowski, 2009), hay también, en ciertos sectores, un interés por mantener por escrito esas experiencias religiosas para hacerlas llegar como medio de aprendizaje a quienes tienen menos conocimientos o a quienes, teniéndolos, no llegan a ser capaces de hacerlos encajar en sus propias vivencias. Se crean así, dentro de los conventos, lo que claramente se puede considerar sociedades de discursos que pretendían conservar o producir textos que, escritos por personas plenamente autorizadas, solo circulaban en un espacio cerrado y eran distribuidos según unas reglas muy estrictas (De Pablo Maroto, 2001a, 2001b; Foucault, 2018). De ahí probablemente la extraordinaria importancia de la selección de confesor tan defendida por la reforma carmelitana, pues no todos los hombres, por muy letrados que fueran, eran idóneos para entender los discursos de las religiosas que, al final, equivalían a sus experiencias místicas.
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Disposición = Disposición de su espíritu en vísperas de su viaje a Francia
Relaciones = Relaciones de conciencia
Penas = Relación sobre sus penas y favores de Dios
Diálogos = Diálogos sobre su espíritu
Autobiografía = Autobiografía de Amberes
Noticias = Noticias sobre los orígenes del Carmelo teresiano en Francia
TAD = Tratado de la transformación del alma en Dios
ETIC = Exposición teológica sobre la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María
Mercedes, 1 = Primera relación de mercedes
Mercedes, 2 = Segunda relación de mercedes
UAD = Tratado de la unión del alma {con/en} Dios
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SE = Sermón de la Encarnación
SPNS = Sermón de la Purificación de Nuestra Señora
SVNS = Sermón de la Visitación de Nuestra Señora
SGANS = Sermón de la Gloriosa Asunción de Nuestra Señora
SNNS = Sermón de la Natividad de Nuestra Señora
SPMT = Sermón de la Presentación de María en el Templo
SVM = Sermón de la Muy Limpísima e Santa Concepción de Nuestra Señora la Virgen María
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1 En la línea tanto de Ricoeur (2002) y Foucault (2018) como de Coseriu (2007), consideramos sinónimos texto y discurso, pues entendemos que ambos hacen referencia a cualquier acto lingüístico que realiza un hablante determinado en una situación concreta de forma hablada o escrita. En todo caso, los discursos que analizamos en el presente trabajo nos han llegado por vía escrita, aunque contengan elementos claramente orales, por tanto, además de sinónimos, aquí también son ambos términos correferenciales.
2 Entendemos, con Ricoeur (2008), que “lenguaje poético” puede ser sinónimo de “lenguaje literario”, independientemente del género discursivo (o modo de texto) en que se produzca (v. cap. V).
3 Seguimos el concepto de norma de Coseriu (1998), esto es, la “norma de cada modo de hablar”, siempre elegida, pues forma parte del significado convencional (semántico) en el que se mueve todo hablante en tanto pertenece a una sociocultura concreta (Coseriu, 1998, §§3.1, 5).
4 Recuérdese, a este respecto, que la historia de la literatura que nos ha llegado no deja de ser, en el fondo, la historia de los textos escritos, fundamentalmente, por hombres que gozaban de ciertas facilidades socioeconómicas para poder escribir (Mukařovský, 1977; Fernández Martín, 2021c).
5 A modo de ejemplo, cabe traer a colación estos versos de la granadina sor María de la Santísima Trinidad (1647-1729), dirigidos al Absoluto ante cuya voluntad se rinde completamente: “¿Qué puedo, vil gusanillo, / y tierra de abrojos llena / si tú no me das cultivo / producir, si no es malezas?” (Correa Ramón, 2022, p. 157). Igualmente, sor Isabel de Jesús reconoce su ignorancia de la oración mental en una época en la que lo normal era la oración vocal: “que como soy criatura vil y desconocida, lo que yo tengo de mi ruin cosecha son pecados” (Gómez Jara, 2011, p. 669).